jueves, 27 de enero de 2011

Vestida de Novia - Ficciones de Raúl (10)

“El hombre bueno no teme a la oscuridad,
yo ando por buen camino y en mi soledad,
déjenme irme que es muy tarde ya,
voy sin miedo de la noche que muy negra está”
Es tarde, Ismael Rivera






Fue tal vez una de las últimas veces que conduje embriagado. La verdad lo consideraba como algo normal. De hecho, ficcionaba con la idea de que el alcohol agudizaba mis sentidos y me que por el contrario mis reflejos eran mucho más claros y tenía más control, y más aún, si lo hacía por encima de los cien kilómetros por hora y con el equipo de sonido a todo timbal. En el peor de los casos, me gustaba pensar en la idea de que el diablo cuidaba los borrachos. Sin embargo, y por fortuna, nunca antes tuve la percepción de estar conduciendo ebrio. Creo que, de hecho, nadie que lo hace en ese estado, la tiene. Siempre consideraba que estaba en el máximo tolerable de alcohol para hacerlo, aunque al día siguiente pudiera componer sólo a retazos las últimas escenas de la noche. Por esto mismo, los recuerdos de esa anoche son tan vagos. La rumba había comenzado bien temprano. Sábado de frías en la Proveedora. Me gustaba el estadero. Tenía todo el color de tarde barraquillera de sábado. Había una inmensa sombra de los árboles, que era tan fresca que permitía adivinar el calor del sol de tres. Había también una amplia terraza con ocho o diez mesas, según la cantidad de gente que hubiese bajado a esa hora. El sonido de la música ajustado a esquina de barrio residencial cómplice. Hey Cuadro, ponle ahí tres pesos de volumen. Pero sobretodo el disfrutar en cada momento una fría vestida de novia. Si, vestida de novia. Siempre me ha gustado mucho esa denominación barranquillera, de una cerveza cuyo nivel de frío hace que esté cubierta por una tenue capa blanca de escarcha. Frías van, frías vienen, decía el locutor que promovía de esta manera el estímulo a la alegría. Como a las cuatro ya estaba rodeado de un combo de conocidos. Comenzaba la tertulia de los maestros de la salsa. Yo, discípulo de Sancle, solamente escuchaba, era tal su erudición que hacía más evidente mi ignorancia. Recuerdo mucho ese día, ahora que encuentro esta vieja carátula de CD en el medio de un libro tirado en el baúl, como un objeto casi sin importancia. Si, en efecto, el título del libro no me importa. Por el contrario, el pedazo de cartón con el rostro del viejo Rubencho y el título de Primogenio si me llaman la atención. Seguramente la caja de plástico había sido tirada hace mucho tiempo, al romperse de tanto deambular vacía pues el disco que contenía había sido “donado” a la colección de la Gran Esquina, del viejo Gustavo. Fue en el bar El Taita en Miraflores donde una noche de Jueves de inicio de fin de semana, había escuchado por primera vez esa canción. Me había gustado esta ruta musical que había tomado el viejo Blades, pero sobretodo, me gustaba porque estaba seguro que nadie de la esquina la tendría. En esa oportunidad, al finalizar la noche, el viejo Javier, a manera de sorpresa y de souvenir, como recuerdo de una Lima Salcera, como el mismo la llamaba, me había regalado el CD. Por eso, esa tarde los había esperado con paciencia. Eran necesarias una cinco frías, vestiditas de novia, para luego sacar mi as y ponerlo sobre la mesa. No, mejor sobre el tornamesa, o la consola, o tocadiscos, o reproductor. Al comenzar a sonar no fue gran cosa, sin embargo, a pesar de que la música parecía como sobrepuesta en una escena no coincidente, Sancle, lanzó su pregunta de experto: Eecheee… ¿esa no es la voz de Ruben? Nombe, nada, dijo el viejo Cadeivid, como le llamaban. Y comenzó una interesante discusión. Es salsa. No es salsa. Es Rubén. Pero no es el auténtico Rubén. Cabe en este sito. No cabe en este sitio. En medio de todas estas, puse sobre la mesa la carátula. Comenzamos a revisar su orquesta, sus canciones. Por supuesto, las había repasado y memorizado con detalle y hablaba con autoridad. Me daban palmaditas en la espalda. Por primera vez había llevado una canción y un disco que no conocieran, pero sobretodo, que fuera aceptado en ese espacio. Las frías y la euforia combinadas hacían que la noche fuese muy especial. Risas, carcajadas y sesiones de baile individual de las canciones predilectas. Por aquellos días vivía en la vieja casona de la parte baja de Pradomar. Con sus zaguanes y jardines. Con sus cuartos grandes y paredes altas y agrietadas cubiertas de piedra, con sus grandes ventanales. Aunque vivía solo, fantaseaba con la idea de regresar temprano a casa porque alguien me esperaba. Por eso mismo, hacía interpretar la canción de despedida: “Es tarde, ya me voy, mi negrita me espera hasta mañana, porque cuando salí dijo: "Negro no tardes en la ciudad"… Si yo no vuelvo mi negrita se desvelará, no se acostará, déjenme irme que es muy tarde ya, voy sin miedo de la noche que muy negra está…” Acto seguido, siendo un poco más de las once y media, el último sorbo y los abrazos entrañables de despedida. Decía que los recuerdos del día siguiente venían a pedazos, ahora conducía por la vía a Puerto, ahora bordeaba la laguna de Caujaral, justo por donde Jose vende sus cocos de agua. Nunca acostumbro a recoger personas en la vía y menos mujeres, por eso al verla ahí, en la silla de atrás, me sorprendí. Si bien por los efectos del alcohol no recordaba, mis instintos me decían que no me había detenido en ninguna parte. Me sorprendió igualmente su belleza y la blancura de su piel que se me antojaba casi transparente. Si bien, nunca acostumbraba a irme de putas, recordé inmediatamente las palabras del viejo Reinales cuando decía que por fin estaban trayendo putas buenas a Barranquilla. Y no podía pensar en otra cosa sino por su disfraz. Uno no va a un prostíbulo a buscar a una mujer convencional, decía Reinales, uno siempre va a buscar una fantasía. Puede ser una enfermera, una profesora, una torturadora, una bailarina o una garota. Yo entendía que por eso se desorientaba tanto en la época de carnavales. Si, le escuchábamos con recurrencia y con atención las escenas de cada fin de semana, cuando tomábamos los lunes el café de media mañana. Bien, ahora era yo el que llegaría con una historia. Si bien no recordaba en que parte la había recogido, ahora iba allí conmigo para mi casona. Tampoco entendía por qué había escogido esa fantasía, sin embargo me llamaba la atención. Sería tal vez que me estaba traicionando el subconsciente y me estaba haciendo mella la canción del viejo Maelo con que me despedía cada sábado. O, pensé por un momento, recordando esa vieja película de noches de Hollmart Chanel, a lo mejor salí de la Proveedora y me fui a una rumba y decidí casarme con una desconocida. Me reía pensando que el tiempo tampoco daba para eso. De hecho miré el reloj del carro y marcaba las doce en punto de la noche. Igualmente, todo había transcurrido muy rápido, deduje. Era una sensación bastante rara, era como si la escena se extendiera con el tiempo detenido, sentía que el automóvil seguía desplazándose aún a ochenta kilómetros por hora, sin embargo, veía la misma laguna a mi costado y la misma mujer en mi retrovisor, que me miraba casi impávida. Miré nuevamente el reloj y aún seguían siendo las doce. Estoy ebrio, pensé. Era la primera vez que sentía que el alcohol me alteraba los sentidos. Mi percepción del tiempo y el espacio se alteraban, era como si mi percepción continuara en movimiento y el tiempo y el espacio, por el contrario, se hubiesen detenido. Esta fantasía es muy rara, pensé una vez más, tiene mucha ropa, pensé enseguida, mientras sonreía y miraba su largo vestido por el retrovisor. Ya había cruzado la entrada de Solinilla. Nuevamente el tiempo había saltado, o mejor el espacio, pues en el reloj del tablero aún seguían siendo las doce. Me gustaba la sensación de la velocidad y de pensar que podía recorrer mucho espacio sin que cambiara el número del minutero del reloj. Me sentía pleno. Ella seguía allí, impávida, casi inmóvil. Debe ser el vestido pensé, tal vez era un poco incómodo. Abrí el viejo portón y entré el carro hasta el garaje, ella seguía allí, sentada. Luego no la vi más por un momento. Después comenzó un juego muy erótico, era casi como una cacería. Yo la perseguía mientras ella se escondía, entonces cambiaba de disfraz, como intentando asustarme y esta vez me perseguía… No sé cuanto duró el juego, ni en qué momento cayó en mis brazos, ni si efectivamente lo hizo, pero al despertarme ya no estaba, ni había algún rastro de ella, ni siguiera una huella de alguno de sus intercambiables vestidos o de su horrendo maquillaje. Tan sólo miré mi cara impávida en el espejo, como si me despertara después de haber visto algo terrorífico. Y es que realmente, aunque fue tan solo un juego, aún no salgo de mi asombro, al preguntarme, cómo pudo, en tan sólo un segundo, después de salir corriendo hacia la sala, retornar enseguida, en su loca carrera, como si fuera levitando a centímetros del suelo, lograr un maquillaje tan perfecto, que no me permitiera reconocer, en ese rostro cadavérico, en esos huesos que colgaban, a la mujer, que tan sólo un instante atrás corría alegremente, con ese largo atuendo, que tan sólo puede tener una mujer a quien encuentras vestida de novia. Si no fuese por el reguero de los restos de sustancia alucinógena por el piso, que sumada al alcohol me hacen dudar de que la escena fuese completamente real, no tendría ninguna duda de que esa noche hubiese cumplido una fantasía. No sé, ¿con un cadáver? ¿Con una mujer vestida de novia? Aun no lo entiendo.

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