jueves, 31 de marzo de 2011

La profe, los colores y la montaña – Ficciones de Raúl (13)

Me tienen arrecho con tanta juepuerca preguntadera
que qué color tiene mi bandera
que si yo soy godo o soy liberal.
Me tienen verraco con tanta juepuerca averiguadera
que si soy ELNo, EPLo o siquiera
apoyo a las AUC o si soy de las FARC.
Me tienen mamao con tanta juepuerca interrogadera
que si yo a la tropa le abro la cerca
y si le doy el agua de mi manantial.
Yo soy hombre del campo o mejor dicho soy campesino
así que les ruego, suplico y pido
ya no más preguntas, no me jodan más.
Yo soy campesino trabajador, pobre y muy honrao
Vivía muy alegre pero me tienen embejucao
Campesino Embejucao de Oscar Gómez
Ejemplo del mito del campesino ingenuo y simple víctima




Se llamaba Rosario y aunque a veces tenía una regla en la mano nunca nos pegó. No usaba jeans ni llegaba con un morral en su espalda, pero debajo de sus vestidos largos y anchos dejaba adivinar que existía un cuerpo. Recuerdo que era flaca y un poco desgarbada a sus treinta y tantos años, la mayoría de ellos al frente de un tablero con una tiza en la mano. Tal vez en ese tiempo pensaba que las profesoras deberían ser solteras pues sólo así podían enamorar a los niños.


Me parecía por eso natural su soltería, intrínseca a su oficio. Recuerdo mucho los juegos pesados de mi madre y sus largas risotadas al insistirme en su fealdad, mientras yo, lloriqueando, corría detrás de ella intentando convencerla, con mis pequeños puños y manotadas, de que la profe era la mujer más hermosa del planeta. Mientras me decía “es fea” “es fea”, ella iba corriendo de espaldas por el zaguán, protegiéndose con sus manos de mis intentos, partiendo de la cocina y finalmente llegando al planchón de cemento del secado de café, que quedaba en todo el frente de la casa y dejaba a la vista ese horizonte verde y azul, muchas veces lleno de nubes y de lluvia.


Ahora volvía a mí esa sensación. Sentado frente a la pantalla. La primera escena me evocaba el recorrido que hacía desde mi casa, a toda carrera por un pequeño camino, rodeado de matas de escoba, hacia la casa de don Arnulfo. Parece que hubiese sido exactamente esa locación. Al llegar, de manera intermitente, podía encontrar bien fuera un caballo atado a un palo de una cerca, o un novillo. Los niños se parecían a mí y a mis amigos en la finca, tal vez, en relación con el juego de fútbol, podría acercarme más a Poca Luz, pero por mi posición en el grupo, a lo mejor mi carácter era mucho más parecido al de Manuel. Curiosa coincidencia, que en esa época de mi vida todo el mundo me decía Manuel, pues ese era mi nombre de pila, antes de decidir llamarme Raúl, mi segundo nombre


Al abrir el plano y mostrar el pequeño valle, evoqué de inmediato el paisaje de montañas verdes que se abría hacia el horizonte. No tuve un padre tan rudo como el suyo, el mío era más complejo, por algunos lados menos bueno, pero por otros más sensible, pero si una madre que como la suya muchas veces llevaba un dolor por dentro, aunque la mía finalmente fue tal vez más decidida que la suya. Tuve también hermanos menores que me despertaron sensaciones parecidas a la del suyo, y tengo también ese recuerdo de haber visto personas con armas bajo la ruana que rondaban por los alrededores de la finca. Es más, en alguno de mis sueños de niñez, tuve esa sensación desesperada y de completa vulnerabilidad de sentir a un helicóptero sobrevolando y revoloteando sobre el techo de la casa y bombardeando los alrededores. Sin embargo, aunque todas estas evocaciones de lo que fue mi infancia en un contexto rural fueron provocadas por escenas de la película Los Colores de la Montaña, las memorias y las vivencias no tenían muchas coincidencias.


A esos personajes no siempre los odiábamos, creo que en principio no aparecían como seres misteriosamente malos de por sí, sino más bien como salvadores. Como quienes cuidaban las fincas en nuestras ausencias y como quienes no dejaban que se robaran nuestra vaca o nuestro caballo. Es más, a veces eran muy cercanos, inclusive en algunos momentos nos dejaban tocar sus armas o inclusive jugar con ellas descargadas, lo cual por supuesto era fascinante. Después vinieron los muertos y los desaparecidos, cada uno con su justificación. Como cuando mataron al papá de Durleidis, ese señor al que un día en un acto no sé si suicida, de estupidez o de valentía, le grité “suegro” y me correteó con un machete en la mano preguntándome a gritos que cómo un cojo como yo –que equivalía más o menos a un casi invidente como Poca Luz- que no estaba completamente apto para trabajar en el campo, y que más bien se la pasaba estudiando o leyendo, podría mantener a su hija. No lo mataron por sapo, ni por tener hijos que habían dicho que se iban para la Costa y que en lugar de eso se habían subido mucho más para el monte. Decían que lo mataron porque era cuatrero y se robaba las vacas de don Ignacio.


Yo me fui de la finca antes de que llegara el segundo ejército, ese que, aunque tenía uniformes similares, no era el supuesto formalmente en nuestras mentes, ni en el seguro servicio militar obligatorio para todo campesino, sino el “real”, el que llegaba a “pacificar”. De eso sólo tengo algunos relatos vagos, como todos esos relatos sin memoria que construimos todos los días sobre la guerra, de quienes en ese entonces fueron niños y niñas y estudiaban conmigo en la escuela de la vereda. Si en esa vereda enclavada en la mitad de una montaña o del valle de una pequeña quebrada, en medio de las cordilleras andinas. Al igual que los hombres de armas debajo de la ruana no llegaron solos, ni tampoco obligaban a todo el mundo. Al igual que ellos, éstos llegaron también con muchas complicidades. Sí, porque los hombres de las armas debajo de la ruana hablaban de la lucha por la tierra, hablaban de justicia, hablaban de cosas comunes a lo que antes se decía en las reuniones de la Junta de Acción Comunal o la de la Asociación de Usuarios Campesinos, aunque nunca llegaron a ser ellos mismos.


Este nuevo ejército llegó con la complicidad de don Ignacio, el dueño de la mitad de la vereda, el dueño de esas verdes montañas que adornaban el paisaje, que quedaban al frente y a los lados de la casa y que a veces eran tan hermosas que parecía que no tuvieran dueño. Era el papá de Hernán, el único que tenía un balón de cuero, que a su vez inflaba con la bomba de su bicicleta, una Monark Cross, pues tan sólo había dos bicicletas en toda la vereda. Le envidié la suya pero por fortuna me di los primeros totazos, que me causaron llagas en las piernas, en la Monareta de Durleidis. Hernán siempre llevaba ponqué Ramo con cajitas de La Lechera de merienda a la escuela y un día lo odié profundamente cuando sentado a mi lado en el pupitre que a veces compartíamos, en la clase de dibujo, yo rompía la hoja de papel intentando sacar brillo en mi pintura, con mis colores Recreo, de cajita de cartón de seis unidades, con doble punta, mientras él, desplegaba con holgura los diferentes tonos que le daban sus Prismacolor, ordenados de manera sistemática en su empaque original de treinta y seis unidades, que se abría en tres cuerpos y que odiosamente invadía también la parte que me correspondía de mi pupitre. No sólo era dueño de las montañas, sino que también tenía las condiciones para dibujarlas y colorearlas de mejor manera.


También eran amigos de otros señores de los alrededores de la finca a quienes sólo veíamos en sus camionetas y se detenían a los lados de la carretera y hablaban con las personas sin bajar completamente los vidrios de las puertas de las mismas y que en principio nos parecieron buenas personas porque tenían mucha plata y ayudaban a la gente. Sí, me acuerdo que compraban las bolsas de colombinas en la tienda de don Marcos, luego nos las tiraban por el piso para que jugáramos a competir por ellas entre nosotros, pero cuando ya nos habíamos dado suficientes trompadas y codazos, y estábamos a punto de matarnos entre nosotros mismos, nos decían que las repartiéramos por igual entre todo el grupo, inclusive que las compartiéramos con los que acaban de llegar de caminar jugando trompo por la carretera, de tal forma que a nadie le fuera a tocar más que a nadie. No solamente eran buenas personas, sino que además nos parecían justos. Si, eran buenas personas, cuando llegaron y vieron la tienda de don Marcos, con las paredes de bareque derruidas, y casi destechada, le regalaron no solamente láminas de Zinc, sino bolsas de cemento para que la arreglara. Querían tanto a don Marcos y a su tienda que decían que sentían que esa tienda era como si fuera de ellos.


Después vinieron otros muertos, que también tenían justificación, bien fuese porque apoyaban a los hombres de ruana, porque eran personas raras, es decir, mechudos, vagos, drogadictos, o bien porque tenían sus fincas al lado de la de don Ignacio y a él le daba miedo que allí vivieran los bandidos y por eso había que hacerlos ir. 


Un jueves me mandaron para el pueblo a seguir estudiando el bachillerato y después me fui a la capital a estudiar ingeniería química y después de eso poco iba a la finca. Por eso vi crecer a mis amigos de niñez en la distancia, tal vez me protegió la limitación de mi pierna pues luego vi como unos iban a “pagar” servicio militar y se quedaban allí como soldados profesionales, inclusive uno como francotirador, de cuyos logros se enorgullecía, otros que poco a poco se enrolaron con los hombres de armas bajo la ruana y otros más con el otro ejército. Inclusive, me acuerdo de los hermanos Cortés. Uno en el bando de los de ruana, el otro en el de los de la camioneta negra y un primo militar.


Si, tal vez en algunos momentos tuve un fuerte odio por los hombres de armas bajo la ruana. Cuando Hernán nos contaba que a veces ellos visitaban a su papá y a él lo hacían esconderse en el cuarto, cuando veía a Durleidi llorar por el papá, pero sobretodo por esos días en que al finalizar la clase mi profesora se quedaba conversando de manera coqueta con uno de ellos. Era más viejo, mucho mayor que ella. Era la forma como lo miraba, como se reía y como movía sus manos, con un dejo de nerviosismo, de entrega, de vulnerabilidad, mientras él la miraba con suficiencia. Tan distinta a la manera tan segura y sobrada con que me sonreía y de manera juguetona frotaba con sus manos mis cachetes en un acto casi que involuntario, mecánico, tal vez muchas veces pensado y después asimilado como estrategia pedagógica. Pensaba en la idea de armar un ejército con mis amigos, tal vez como el de los niños que perseguían a Osama Bin Laden, en el segmento de Egipto de la serie de cortos de distintos países sobre el once de septiembre, tal vez con armas de juguete construidas con palitos o ramitas secas, o en un caso extremo, con las escopetas de fisto que tenían nuestros padres, guardadas y en desuso, diría yo, de tal forma que los pudiera ahuyentar, no sé si de la vereda, pero al menos de al lado de mi profesora.


Pero no fue necesario. Hablar con los hombres de armas bajo la ruana también era un pecado, peor era si se estaba mucho tiempo cerca de su entorno, tal vez podría fatal si se llegara amar a uno. No la volví a ver, tal vez se jubiló prematuramente por trabajar en “zona de orden público”, tal vez se fue con el hombre de la ruana, a lo mejor se fue buscando la ciudad o a lo mejor nunca se fue. No la lloré, ni pregunté por ella, tal vez la distancia que me dio ir a “la ciudad” hizo más fácil la ruptura. Nunca he pensado en preguntar por ella, pero a veces al recordarla sentía un profundo odio también por los hombres de la camioneta negra. Lo cierto es que a veces, cuando ha habido un amor tan grande, so pena de sentir un profundo dolor, es mejor no preguntar.


Si alguien puede finalizar una película con un vallenato chillón que habla de los caminos de la vida, por qué no cerrar una historia con el recuerdode una de las canciones que interpretaron Alicia Juarez y José Alfredo Jiménez, la cual a veces le escuchaba cantar a la profe en los ratos del recreo y que trae la añoranza de todos esos bellos recuerdos rurales, correr por caminos de escoba, jugar trompo por la carretera de regreso de la escuela, jugar con las armas de los hombres de ruana, montar en la monareta de Durleidi, pelearse a codazos por las colombinas que nos tiraban al piso los amigos de don Ignacio, pero sobretodo, ver a mi profesora ayudándome a empacar los cuadernos en el morral, sabiendo que antes de irme a casa me frotaría los cachetes con una sonrisa mecánica y con un gesto de suficiencia me daría un beso en uno de ellos. Al irme al pueblo, tomé distancia de la finca, luego al irme a la ciudad he tomado mucho más distancia de mi pueblo. Si, definitivamente “las distancias apartan las ciudades… las ciudades destruyen las costumbres”.

http://www.youtube.com/watch?v=F2kkSVzWUgU

jueves, 3 de marzo de 2011

Un hombre que no soy yo - Ficciones de Raúl (12)

a la suspicacia, profe,
¿ha escrito unas glosas en prosa
a propósito de la conversación sostenida aquel día en el balcón
cuando decíamos que si es cierto que duele que te dejen de amar
cómo expresar entonces el dolor que se siente por dejar de amar?
Akakabuto Oso Asesino






Ese jueves en la tarde decidí no sufrir más. Tiempo atrás me reía con ella de la historia de un conocido, quien ese martes le había dicho “el domingo pasado decidí superar mi depresión y la superé, ahora soy distinto, estoy curado". Nos parecía iluso pensar que una depresión de la magnitud que parecía la suya, se pudiese superar en un momento. A partir tan sólo de una decisión unidireccional. Nos parecía patética la frase. Era como ver a un niño que acaba de cometer una pilatuna intentado aparecer como inocente. Sin embargo, en este momento lo comprendía perfectamente. Había sido un sufrimiento largo y entrecortado. Aunque el tiempo de mi pena había sido relativamente corto, es necesario entender que el tiempo se hace largo cuando se sufre. En principio pensé que nada podría ser peor. Esa sensación de dejadez y de abandono. Esa sensación de ya no ser el centro de su deseo. Esa sensación de ruptura y de falta de continuidad. Si, era como una caída al vacío. La sentía en el estómago, sentía el vértigo, sentía esa sensación de manera permanente aún con el paso de los días. De vértigo a ansiedad, de ansiedad a vértigo. Siempre al verla o al oírla, quería escuchar de nuevo su tono de voz y el color de su mirada, pero tan sólo recibía una nueva ausencia. Era como morir. Luego vino una meseta, un momento tranquilo. Era como ese estado en que ese dolor fuerte y permanente se enquista y deja de sentirse. Era como un estado de sedación. Pero no. Todo comenzaba a empeorar, aparecía entonces un nuevo dolor. Al escuchar sus palabras, al oír su voz, a recibir su mirada, al verla actuar, al contemplarla transitar por ese mundo anteriormente recorrido, era ella otra persona. Su tacto era distinto, ya no era preciso y suave, su voz no era un susurro, su mirada no era luz y sus movimientos no eran brisa. Ahora era ajena, distinta. Ahora su voz hería mis oídos y su olor irritaba mi olfato. Su presencia me exaltaba. Aparecía otro dolor, más profundo, más agudo, tal vez más imperceptible. Más que el dolor de dejar de ser amado, era el dolor de la sensación de dejar de amar. Esta vez era la sensación de su carne desprendiéndose de la mía. Sentía como todas las palabras que me había dicho y que había sentido de manera tan dulce, se escurrían desde mi cerebro por mis oídos y rodaban por mis mejillas mientras caían. También cómo el calor infinito que en mi cuerpo habían dejado sus abrazos se desvanecía y se alejaba al sentir que desde mis adentros ya no lo quería. Se iban sus miradas, sus risas y sus amores. Se iba el olor de su sexo de mi olfato interno y la sensación de sus caricias. Se derrumbaba poco a poco el mundo que había construido para ella en mi interior y en el que hasta ese entonces ella había vivido. Era esa sensación del no retorno. Si, ese habitáculo que había abierto en mi corazón a su pedido se cerraba. Era como destruir una arquitectura cuidadosa y especial. Era como sacar los muebles e ir descolgando los cuadros uno a uno. Era como limpiar del suelo sus pisadas, de las paredes sus miradas y del aire su respiración. Si, era ese dolor inmenso de sentir que si volvía, no iba a encontrarse en mí. Que los caminos se habían diluido. Que sus huellas sobre mi piel habían desaparecido. Que no hallaría la forma de encontrarse en mí ser. Ese dolor era mortal. Era la pérdida irreversible, irrepetible e irredimible. Si, ese jueves en la tarde tal vez fue la última vez que la extrañé. No, no es cierto. Esa fue la última vez que un hombre que yo estaba dejando de ser, perdón, que del aguna manera hacía un rato había dejado de ser, extrañaba de manera ilusa, a una mujer que ella ya no era.

jueves, 27 de enero de 2011

Vestida de Novia - Ficciones de Raúl (10)

“El hombre bueno no teme a la oscuridad,
yo ando por buen camino y en mi soledad,
déjenme irme que es muy tarde ya,
voy sin miedo de la noche que muy negra está”
Es tarde, Ismael Rivera






Fue tal vez una de las últimas veces que conduje embriagado. La verdad lo consideraba como algo normal. De hecho, ficcionaba con la idea de que el alcohol agudizaba mis sentidos y me que por el contrario mis reflejos eran mucho más claros y tenía más control, y más aún, si lo hacía por encima de los cien kilómetros por hora y con el equipo de sonido a todo timbal. En el peor de los casos, me gustaba pensar en la idea de que el diablo cuidaba los borrachos. Sin embargo, y por fortuna, nunca antes tuve la percepción de estar conduciendo ebrio. Creo que, de hecho, nadie que lo hace en ese estado, la tiene. Siempre consideraba que estaba en el máximo tolerable de alcohol para hacerlo, aunque al día siguiente pudiera componer sólo a retazos las últimas escenas de la noche. Por esto mismo, los recuerdos de esa anoche son tan vagos. La rumba había comenzado bien temprano. Sábado de frías en la Proveedora. Me gustaba el estadero. Tenía todo el color de tarde barraquillera de sábado. Había una inmensa sombra de los árboles, que era tan fresca que permitía adivinar el calor del sol de tres. Había también una amplia terraza con ocho o diez mesas, según la cantidad de gente que hubiese bajado a esa hora. El sonido de la música ajustado a esquina de barrio residencial cómplice. Hey Cuadro, ponle ahí tres pesos de volumen. Pero sobretodo el disfrutar en cada momento una fría vestida de novia. Si, vestida de novia. Siempre me ha gustado mucho esa denominación barranquillera, de una cerveza cuyo nivel de frío hace que esté cubierta por una tenue capa blanca de escarcha. Frías van, frías vienen, decía el locutor que promovía de esta manera el estímulo a la alegría. Como a las cuatro ya estaba rodeado de un combo de conocidos. Comenzaba la tertulia de los maestros de la salsa. Yo, discípulo de Sancle, solamente escuchaba, era tal su erudición que hacía más evidente mi ignorancia. Recuerdo mucho ese día, ahora que encuentro esta vieja carátula de CD en el medio de un libro tirado en el baúl, como un objeto casi sin importancia. Si, en efecto, el título del libro no me importa. Por el contrario, el pedazo de cartón con el rostro del viejo Rubencho y el título de Primogenio si me llaman la atención. Seguramente la caja de plástico había sido tirada hace mucho tiempo, al romperse de tanto deambular vacía pues el disco que contenía había sido “donado” a la colección de la Gran Esquina, del viejo Gustavo. Fue en el bar El Taita en Miraflores donde una noche de Jueves de inicio de fin de semana, había escuchado por primera vez esa canción. Me había gustado esta ruta musical que había tomado el viejo Blades, pero sobretodo, me gustaba porque estaba seguro que nadie de la esquina la tendría. En esa oportunidad, al finalizar la noche, el viejo Javier, a manera de sorpresa y de souvenir, como recuerdo de una Lima Salcera, como el mismo la llamaba, me había regalado el CD. Por eso, esa tarde los había esperado con paciencia. Eran necesarias una cinco frías, vestiditas de novia, para luego sacar mi as y ponerlo sobre la mesa. No, mejor sobre el tornamesa, o la consola, o tocadiscos, o reproductor. Al comenzar a sonar no fue gran cosa, sin embargo, a pesar de que la música parecía como sobrepuesta en una escena no coincidente, Sancle, lanzó su pregunta de experto: Eecheee… ¿esa no es la voz de Ruben? Nombe, nada, dijo el viejo Cadeivid, como le llamaban. Y comenzó una interesante discusión. Es salsa. No es salsa. Es Rubén. Pero no es el auténtico Rubén. Cabe en este sito. No cabe en este sitio. En medio de todas estas, puse sobre la mesa la carátula. Comenzamos a revisar su orquesta, sus canciones. Por supuesto, las había repasado y memorizado con detalle y hablaba con autoridad. Me daban palmaditas en la espalda. Por primera vez había llevado una canción y un disco que no conocieran, pero sobretodo, que fuera aceptado en ese espacio. Las frías y la euforia combinadas hacían que la noche fuese muy especial. Risas, carcajadas y sesiones de baile individual de las canciones predilectas. Por aquellos días vivía en la vieja casona de la parte baja de Pradomar. Con sus zaguanes y jardines. Con sus cuartos grandes y paredes altas y agrietadas cubiertas de piedra, con sus grandes ventanales. Aunque vivía solo, fantaseaba con la idea de regresar temprano a casa porque alguien me esperaba. Por eso mismo, hacía interpretar la canción de despedida: “Es tarde, ya me voy, mi negrita me espera hasta mañana, porque cuando salí dijo: "Negro no tardes en la ciudad"… Si yo no vuelvo mi negrita se desvelará, no se acostará, déjenme irme que es muy tarde ya, voy sin miedo de la noche que muy negra está…” Acto seguido, siendo un poco más de las once y media, el último sorbo y los abrazos entrañables de despedida. Decía que los recuerdos del día siguiente venían a pedazos, ahora conducía por la vía a Puerto, ahora bordeaba la laguna de Caujaral, justo por donde Jose vende sus cocos de agua. Nunca acostumbro a recoger personas en la vía y menos mujeres, por eso al verla ahí, en la silla de atrás, me sorprendí. Si bien por los efectos del alcohol no recordaba, mis instintos me decían que no me había detenido en ninguna parte. Me sorprendió igualmente su belleza y la blancura de su piel que se me antojaba casi transparente. Si bien, nunca acostumbraba a irme de putas, recordé inmediatamente las palabras del viejo Reinales cuando decía que por fin estaban trayendo putas buenas a Barranquilla. Y no podía pensar en otra cosa sino por su disfraz. Uno no va a un prostíbulo a buscar a una mujer convencional, decía Reinales, uno siempre va a buscar una fantasía. Puede ser una enfermera, una profesora, una torturadora, una bailarina o una garota. Yo entendía que por eso se desorientaba tanto en la época de carnavales. Si, le escuchábamos con recurrencia y con atención las escenas de cada fin de semana, cuando tomábamos los lunes el café de media mañana. Bien, ahora era yo el que llegaría con una historia. Si bien no recordaba en que parte la había recogido, ahora iba allí conmigo para mi casona. Tampoco entendía por qué había escogido esa fantasía, sin embargo me llamaba la atención. Sería tal vez que me estaba traicionando el subconsciente y me estaba haciendo mella la canción del viejo Maelo con que me despedía cada sábado. O, pensé por un momento, recordando esa vieja película de noches de Hollmart Chanel, a lo mejor salí de la Proveedora y me fui a una rumba y decidí casarme con una desconocida. Me reía pensando que el tiempo tampoco daba para eso. De hecho miré el reloj del carro y marcaba las doce en punto de la noche. Igualmente, todo había transcurrido muy rápido, deduje. Era una sensación bastante rara, era como si la escena se extendiera con el tiempo detenido, sentía que el automóvil seguía desplazándose aún a ochenta kilómetros por hora, sin embargo, veía la misma laguna a mi costado y la misma mujer en mi retrovisor, que me miraba casi impávida. Miré nuevamente el reloj y aún seguían siendo las doce. Estoy ebrio, pensé. Era la primera vez que sentía que el alcohol me alteraba los sentidos. Mi percepción del tiempo y el espacio se alteraban, era como si mi percepción continuara en movimiento y el tiempo y el espacio, por el contrario, se hubiesen detenido. Esta fantasía es muy rara, pensé una vez más, tiene mucha ropa, pensé enseguida, mientras sonreía y miraba su largo vestido por el retrovisor. Ya había cruzado la entrada de Solinilla. Nuevamente el tiempo había saltado, o mejor el espacio, pues en el reloj del tablero aún seguían siendo las doce. Me gustaba la sensación de la velocidad y de pensar que podía recorrer mucho espacio sin que cambiara el número del minutero del reloj. Me sentía pleno. Ella seguía allí, impávida, casi inmóvil. Debe ser el vestido pensé, tal vez era un poco incómodo. Abrí el viejo portón y entré el carro hasta el garaje, ella seguía allí, sentada. Luego no la vi más por un momento. Después comenzó un juego muy erótico, era casi como una cacería. Yo la perseguía mientras ella se escondía, entonces cambiaba de disfraz, como intentando asustarme y esta vez me perseguía… No sé cuanto duró el juego, ni en qué momento cayó en mis brazos, ni si efectivamente lo hizo, pero al despertarme ya no estaba, ni había algún rastro de ella, ni siguiera una huella de alguno de sus intercambiables vestidos o de su horrendo maquillaje. Tan sólo miré mi cara impávida en el espejo, como si me despertara después de haber visto algo terrorífico. Y es que realmente, aunque fue tan solo un juego, aún no salgo de mi asombro, al preguntarme, cómo pudo, en tan sólo un segundo, después de salir corriendo hacia la sala, retornar enseguida, en su loca carrera, como si fuera levitando a centímetros del suelo, lograr un maquillaje tan perfecto, que no me permitiera reconocer, en ese rostro cadavérico, en esos huesos que colgaban, a la mujer, que tan sólo un instante atrás corría alegremente, con ese largo atuendo, que tan sólo puede tener una mujer a quien encuentras vestida de novia. Si no fuese por el reguero de los restos de sustancia alucinógena por el piso, que sumada al alcohol me hacen dudar de que la escena fuese completamente real, no tendría ninguna duda de que esa noche hubiese cumplido una fantasía. No sé, ¿con un cadáver? ¿Con una mujer vestida de novia? Aun no lo entiendo.

viernes, 21 de enero de 2011

Same Time Next Year - Ficciones de Raúl (9)

“Hello, I don't even know your name, but I'm hopin' all the same
This is more than just a simple hello.
Hello, do I smile and look away? No, I think I'll smile and stay
To see where this might go”
The Last Time I Felt Like This by Johnny Mathis

Al principio era como un Déjà Vu. No recordaba el nombre de la película, pero ahora, al escuchar esa canción y ver la primera escena en la pantalla de mi TV, no puedo dejar de remitirme a ese momento. Mi sensación era como la de Neo en Matrix, cuando percibía pequeños cortos circuitos en el ambiente, que le dejaban traslucir ciertas imágenes, que le hacían adivinar que había algo extraño en ese mundo, que lo hacía sospechar de él, aunque aún no lo pudiese comprender. Era como si esa misma sensación ya la hubiese percibido mucho tiempo después, bien fuese en alguna conversación con ella en una habitación, o en una escena en la cual ella, al salir con su maleta de un hotel, mientras se alejaba, me miraba de reojo y yo podía seguirla a través de la puerta de vidrio. Tal vez por eso mi actitud inicial fue de rechazo, pensaba que sus comentarios desobligantes y displicentes sobre su pareja actual bien pudiesen estar a referidos a mí en el futuro, y no quería exponerme. Sin embargo, por esas absurdas leyes de la física, las cuáles tampoco entendía, entendí, ni entenderé, toda fuerza de rechazo tiene su fuerza de atracción o viceversa. Sí, esa mujer llamaba profundamente mi atención. Tal vez con el movimiento de sus ojos o tal vez por la forma como, de una manera lenta y suave, dejaba salir palabras de su boca, que se iban acomodando sutilmente en el ambiente, formando frases que deambulaban por el aire y que sin percatarlo acariciaban mis oídos al entrar, pese aún al hecho de que tuviese que ignorar sus contenidos. Por esta misma razón intenté en varias ocasiones cambiar el tema de la charla, generar ruido para no escucharla, crear conversaciones paralelas, entretenerme en otras cosas, con tal de mantenerme al margen suyo. Pero todo era completamente absurdo, era como si la huída llevara al encuentro, es así como de repente terminamos en un bar bailando. Curiosamente estábamos dos parejas. Ella, su pretendiente, una mujer que, confundida, esa noche intentaba seducirme y finalmente me besó, y yo. Ahora recuerdo que bailamos esa noche, o mejor, ese comienzo de madrugada de jueves. El tiempo que siguió a continuación fue de evasión. Al día siguiente, me entretuve con mis amigos y amigas más cercanas, evitando su presencia. Sin embargo, por alguna razón ineludible, terminaba compartiendo cada espacio en que ella estaba. Tal vez no hubiese intentado escaparme, tal vez hubiese tratado conquistarla, cortejarla, coquetearle. Muy seguramente, por el contrario, despavorida hubiese huido. Pero no fue así. Esa última noche nos encontramos en el lobby. Hola, te estaba esperando, quería hablar contigo, fue su saludo. Hola, ¿cómo vas? Le pregunté. No sé por qué me evitas, siento que me tratas mal, que eres supremamente displicente. Me dijo en un tono directo, pero en lugar de inquisidor, lo hacía con una sonrisa seductora. La verdad me caes mal, le respondí, mientras intentaba argumentarle todas esas sensaciones inexplicables con las que intentaba interpretar a una persona que apenas acaba de conocer. Luego vino casi una hora de conversación en la cual ella, con argumentos, gestos, palabras, movimientos, borraba toda huella de cortos circuitos, de sospechas y de sensaciones que me hicieran percibir un mundo extraño y mucho menos un final de Déjà Vu. Al recordar, pienso que hubo muchos momentos en que todo pudo terminar. ¿Por qué este encuentro en el Hall? ¿Por qué su pregunta? ¿Por qué las respuestas? Es más, después de la conversación, hubo un adiós sin promesas de futuro, el cual se borró en el mismo momento en el que entré esa noche al restaurante. De alguna manera llegaba eufórico, con mis consabidas amigas y compañeros de siempre, las de eternidad. Me envolvía en la música cubana que tocaba el pequeño grupo en vivo.  “El cariño que te tengo, Yo no lo puedo negar, Se me sale la babita, Yo no lo puedo evitar” cantaba el viejo setentero con su acento cubano emulando a Eliades Ochoa. Pero ella estaba allí, en la mesa del fondo, sonriente. Estaba con todo un combo de conocidos que hacía muy difícil escapar de su cercanía. A estas alturas no estoy seguro que quisiera escapar de ella, por el contrario, me fui acercando con mucha seguridad y tomé un asiento en frente suyo. No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero a veces los recuerdos vienen con pequeños saltos y en algún momento ella estaba sentada a mi lado y teníamos una conversación fluida y entretenida. A todas estas, la mujer de la otra noche de baile estaba a mi asedio. Que vaina, pensaba, no sé por qué diablos le respondí ese beso y ahora está tomando el asunto como si la cosa siguiera. Creo que mi acompañante momentánea adivinaba mi situación e intentaba protegerme. Hablamos de esos besos, pues igual ella había hecho lo mismo con su pretendiente o mejor su pretendido. Un beso no se le niega a nadie, me decía con coquetería. Entonces cómplice, como intentando ahuyentarla, se acercaba a mí, me tomaba a veces de la mano, me abrazaba, pero igual todo a manera de juego. Al terminar la cena su grupo partía, ella estaba igualmente con su acompañante momentáneo, si, el de la noche anterior, y se adivinaba rumba y romance. Despedida, abrazo, beso en la mejilla, apretón de manos, sonrisa. Pienso que pudo ser otro momento para el final, otro de los tantos finales. Salieron por la puerta, un gesto de adiós de último momento antes de desaparecer, con su sonrisa, con el movimiento de su pelo, con su mano, con su mirada. Pero no, de nuevo todo comenzaba. A estas alturas y después de una porción de yuca guisada, de ropa vieja y de varios mojitos, ya estaba junto al cantante gritando a coro una de las canciones de Aragón: “Oye muchacho… Te voy a decir algo que quizá no te va a gustar… Tú sigues, Oyendo consejos, De aquel que lleva su alma llena de fango y de mezquindad. Oye muchacho, Oye muchacho, Le das valor a quien no lo tiene… Haciéndole el juego que le conviene… Cuando despiertes será muy tarde... Y aquel se fue con su buena parte. Oye muchacho… Aprende a darle la mano a quien es tu amigo… Y al otro deja que siga por su camino”. Al levantar mi rostro la vi nuevamente, estaba junto a la columna que enmarcaba una improvisada pista de baile. Caminé hacia ella, como atraído por un imán. Me tomó de la mano y seguidamente me habló casi gritando para poder imponer su voz sobre el sonido de la música. Por el contrario, lo sentí como un susurro. Creo que me gusta más la música cubana, por eso decidí quedarme. No estoy seguro si leía mal las pistas, pero sentía que me había escogido, que había decidido quedarse conmigo, que se había regresado estando a punto de tomar un taxi y había entrado con un paso rápido, que se había abierto paso entre varias personas, que había esperado a que terminara de bailar una canción y que comenzara a cantar a gritos, para luego interpelarme con su mirada y decirme suavemente, en medio del sonido estridente de la música y de las voces, que había decido estar conmigo, a mi lado. Así como pasaba el tiempo, pasaban los mojitos, cada vez mi percepción del momento estaba más alterada. No recuerdo exactamente de qué hablamos, de qué nos reíamos, por qué nos tomábamos a cada rato de la mano. Volví a la realidad cuando escuché de mi combo la pregunta. Y ¿ahora qué, para dónde vamos? Nuevamente aquí pudo terminar todo. Pudo darse una simple despedida con un buenas noches, excelente cena, rico verte nuevamente. Pero no, tenía que aparecer una frase, una acción, un pequeño cambio que alterara siempre la posibilidad de una despedida. Voy para donde esta mujer vaya, dije con un tono de suficiencia, presentando inmediatamente la mejor de mis sonrisas y mirando a mis amigos, quienes a su vez me miraban con desconcierto. La verdad es que nunca tomaba en serio ese tipo de encuentros. A pesar de mi coquetería, ésta nunca pasaba de un juego y un feeling, que poco a poco se iba desvaneciendo. Pero, esta vez, todo parecía indicar que el asunto se tornaba más serio en cada momento. Una hora más tarde estábamos en otro bar, bebíamos a un ritmo más lento, hablábamos y hablábamos y reíamos y nos tomábamos de la mano. A medida que pasaban las horas el grupo se disminuía y de repente ya rondaban las cinco de la mañana. ¿Qué quieres hacer? Le pregunté. Estar contigo, fue su inmediata respuesta. Otro intento fallido de final y la historia continuaba. ¿Desayunamos? Dije. Si que rico, tengo mucha hambre, respondió inmediatamente. En el restaurante, a las 6 de la mañana, mientras esperábamos el desayuno, se dio nuestro primer beso. Fue corto, tímido, tal vez insípido. Si, pienso ahora, tal vez no había por qué besarnos. Por qué carajos impulsar las acciones hacia un fin. Porque no esperar el caldo, tomarlo y luego simplemente despedirnos. No, intentábamos forzar una atracción, inventárnosla. Tal vez reconocerla. Luego caminábamos de la mano por la calle, nos dábamos picos en el bus que tomamos para ir hacia el su hotel, tal vez todo esto nos parecía sumamente romántico. Subimos a su cuarto y mientras ella recogía su maleta yo entraba al baño. Bajamos, tomamos un taxi rumbo al aeropuerto, más besos cortos, tímidos e insípidos mientras recorríamos el trayecto, esta vez, todo el tiempo tomados de la mano. Sentados en la mesa del antiguo restaurante, comenzamos a sentir nuestras ausencias. Ya me haces falta, me dijo. También tú, es extraño. Ha sido tan sólo una noche. Si, una larga noche. ¿Nos enamoramos? No sé, no creo, simplemente la pasamos bien. Pero siento que me haces mucha falta, casi tengo ganas de llorar. Me pasa igual. Nos besamos entonces, esta vez, ya no fue de la misma manera, nos besamos luego las manos, nos miramos largamente el uno al otro y finalmente caminamos hacia la puerta de embarque del muelle internacional. Esta vez sí que iba a haber una despedida, tal vez para siempre. No habíamos hablado de futuro. Era sólo presente. Era sólo presente. Era sólo presente. Ella cruzó la puerta y comenzó a caminar en dirección de su sala de espera, mientras yo salía hacia la calle a tomar de nuevo un taxi. Podía sentir la fuerza de atracción de su cuerpo sobre el mío, era un esfuerzo caminar alejándome de ella, era como dejar que su carne se fuese desprendiendo de la mía. Podía sentir cada paso de sus tacones alejándose y el eco de mis pasos al caminar. Los sonidos se hacían cada vez más lejanos y difusos, pero no por ello menos intensos. De repente, tal vez producto de esas noches de insomniosas de películas de TNT, tomé mi teléfono y marqué su número. Timbró una vez, dos veces, tres veces y luego pude oír su voz. Hola… ¿Cómo estás? Respondió con un dejo juguetón al finalizar. Bien, le dije, ¿sabes que es muy difícil alejarse de ti? Uff si, siento como si te amara, me dijo. ¿Has visto Same Time Next Year? le pregunté. Nooo…, me respondió de inmediato como ansiosa por mi continuación ¿Por qué? Es una bella e interesante historia, le dije, acto seguido. Se trata de una pareja que se conoce al azar en una ciudad, lejos de las suyas. Se miran, se encuentran, se enamoran, y luego deciden, a manera de ritual, verse una vez, cada año, en ese mismo lugar. Tan sólo compartirían esa semana, las cincuenta y una restantes, simplemente serían unos desconocidos, inexistentes. ¿De verdad? Mmm… bien interesante, me contestó con una voz de sonrisa… Después de un silencio, comencé entonces a describirle la película, poco a poco, con todo el detalle, cada escena, cada diálogo, cada situación, mientras nos alejábamos. Quería hacer eterno ese relato, el cual, tan solo pudiera ser interrumpido, bien fuese con mi llegada a algún sitio imposible, con las palabras de la azafata invitándola a apagar los equipos para el despegue o, sencillamente, una vez, con el correr de los minutos, las baterías de los teléfonos celulares se hubiesen agotado.