jueves, 3 de marzo de 2011

Un hombre que no soy yo - Ficciones de Raúl (12)

a la suspicacia, profe,
¿ha escrito unas glosas en prosa
a propósito de la conversación sostenida aquel día en el balcón
cuando decíamos que si es cierto que duele que te dejen de amar
cómo expresar entonces el dolor que se siente por dejar de amar?
Akakabuto Oso Asesino






Ese jueves en la tarde decidí no sufrir más. Tiempo atrás me reía con ella de la historia de un conocido, quien ese martes le había dicho “el domingo pasado decidí superar mi depresión y la superé, ahora soy distinto, estoy curado". Nos parecía iluso pensar que una depresión de la magnitud que parecía la suya, se pudiese superar en un momento. A partir tan sólo de una decisión unidireccional. Nos parecía patética la frase. Era como ver a un niño que acaba de cometer una pilatuna intentado aparecer como inocente. Sin embargo, en este momento lo comprendía perfectamente. Había sido un sufrimiento largo y entrecortado. Aunque el tiempo de mi pena había sido relativamente corto, es necesario entender que el tiempo se hace largo cuando se sufre. En principio pensé que nada podría ser peor. Esa sensación de dejadez y de abandono. Esa sensación de ya no ser el centro de su deseo. Esa sensación de ruptura y de falta de continuidad. Si, era como una caída al vacío. La sentía en el estómago, sentía el vértigo, sentía esa sensación de manera permanente aún con el paso de los días. De vértigo a ansiedad, de ansiedad a vértigo. Siempre al verla o al oírla, quería escuchar de nuevo su tono de voz y el color de su mirada, pero tan sólo recibía una nueva ausencia. Era como morir. Luego vino una meseta, un momento tranquilo. Era como ese estado en que ese dolor fuerte y permanente se enquista y deja de sentirse. Era como un estado de sedación. Pero no. Todo comenzaba a empeorar, aparecía entonces un nuevo dolor. Al escuchar sus palabras, al oír su voz, a recibir su mirada, al verla actuar, al contemplarla transitar por ese mundo anteriormente recorrido, era ella otra persona. Su tacto era distinto, ya no era preciso y suave, su voz no era un susurro, su mirada no era luz y sus movimientos no eran brisa. Ahora era ajena, distinta. Ahora su voz hería mis oídos y su olor irritaba mi olfato. Su presencia me exaltaba. Aparecía otro dolor, más profundo, más agudo, tal vez más imperceptible. Más que el dolor de dejar de ser amado, era el dolor de la sensación de dejar de amar. Esta vez era la sensación de su carne desprendiéndose de la mía. Sentía como todas las palabras que me había dicho y que había sentido de manera tan dulce, se escurrían desde mi cerebro por mis oídos y rodaban por mis mejillas mientras caían. También cómo el calor infinito que en mi cuerpo habían dejado sus abrazos se desvanecía y se alejaba al sentir que desde mis adentros ya no lo quería. Se iban sus miradas, sus risas y sus amores. Se iba el olor de su sexo de mi olfato interno y la sensación de sus caricias. Se derrumbaba poco a poco el mundo que había construido para ella en mi interior y en el que hasta ese entonces ella había vivido. Era esa sensación del no retorno. Si, ese habitáculo que había abierto en mi corazón a su pedido se cerraba. Era como destruir una arquitectura cuidadosa y especial. Era como sacar los muebles e ir descolgando los cuadros uno a uno. Era como limpiar del suelo sus pisadas, de las paredes sus miradas y del aire su respiración. Si, era ese dolor inmenso de sentir que si volvía, no iba a encontrarse en mí. Que los caminos se habían diluido. Que sus huellas sobre mi piel habían desaparecido. Que no hallaría la forma de encontrarse en mí ser. Ese dolor era mortal. Era la pérdida irreversible, irrepetible e irredimible. Si, ese jueves en la tarde tal vez fue la última vez que la extrañé. No, no es cierto. Esa fue la última vez que un hombre que yo estaba dejando de ser, perdón, que del aguna manera hacía un rato había dejado de ser, extrañaba de manera ilusa, a una mujer que ella ya no era.

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