“Hello, I don't even know your name, but I'm hopin' all the same
This is more than just a simple hello.
Hello, do I smile and look away? No, I think I'll smile and stay
To see where this might go”
The Last Time I Felt Like This by Johnny Mathis
Al principio era como un Déjà Vu. No recordaba el nombre de la película, pero ahora, al escuchar esa canción y ver la primera escena en la pantalla de mi TV, no puedo dejar de remitirme a ese momento. Mi sensación era como la de Neo en Matrix, cuando percibía pequeños cortos circuitos en el ambiente, que le dejaban traslucir ciertas imágenes, que le hacían adivinar que había algo extraño en ese mundo, que lo hacía sospechar de él, aunque aún no lo pudiese comprender. Era como si esa misma sensación ya la hubiese percibido mucho tiempo después, bien fuese en alguna conversación con ella en una habitación, o en una escena en la cual ella, al salir con su maleta de un hotel, mientras se alejaba, me miraba de reojo y yo podía seguirla a través de la puerta de vidrio. Tal vez por eso mi actitud inicial fue de rechazo, pensaba que sus comentarios desobligantes y displicentes sobre su pareja actual bien pudiesen estar a referidos a mí en el futuro, y no quería exponerme. Sin embargo, por esas absurdas leyes de la física, las cuáles tampoco entendía, entendí, ni entenderé, toda fuerza de rechazo tiene su fuerza de atracción o viceversa. Sí, esa mujer llamaba profundamente mi atención. Tal vez con el movimiento de sus ojos o tal vez por la forma como, de una manera lenta y suave, dejaba salir palabras de su boca, que se iban acomodando sutilmente en el ambiente, formando frases que deambulaban por el aire y que sin percatarlo acariciaban mis oídos al entrar, pese aún al hecho de que tuviese que ignorar sus contenidos. Por esta misma razón intenté en varias ocasiones cambiar el tema de la charla, generar ruido para no escucharla, crear conversaciones paralelas, entretenerme en otras cosas, con tal de mantenerme al margen suyo. Pero todo era completamente absurdo, era como si la huída llevara al encuentro, es así como de repente terminamos en un bar bailando. Curiosamente estábamos dos parejas. Ella, su pretendiente, una mujer que, confundida, esa noche intentaba seducirme y finalmente me besó, y yo. Ahora recuerdo que bailamos esa noche, o mejor, ese comienzo de madrugada de jueves. El tiempo que siguió a continuación fue de evasión. Al día siguiente, me entretuve con mis amigos y amigas más cercanas, evitando su presencia. Sin embargo, por alguna razón ineludible, terminaba compartiendo cada espacio en que ella estaba. Tal vez no hubiese intentado escaparme, tal vez hubiese tratado conquistarla, cortejarla, coquetearle. Muy seguramente, por el contrario, despavorida hubiese huido. Pero no fue así. Esa última noche nos encontramos en el lobby. Hola, te estaba esperando, quería hablar contigo, fue su saludo. Hola, ¿cómo vas? Le pregunté. No sé por qué me evitas, siento que me tratas mal, que eres supremamente displicente. Me dijo en un tono directo, pero en lugar de inquisidor, lo hacía con una sonrisa seductora. La verdad me caes mal, le respondí, mientras intentaba argumentarle todas esas sensaciones inexplicables con las que intentaba interpretar a una persona que apenas acaba de conocer. Luego vino casi una hora de conversación en la cual ella, con argumentos, gestos, palabras, movimientos, borraba toda huella de cortos circuitos, de sospechas y de sensaciones que me hicieran percibir un mundo extraño y mucho menos un final de Déjà Vu. Al recordar, pienso que hubo muchos momentos en que todo pudo terminar. ¿Por qué este encuentro en el Hall? ¿Por qué su pregunta? ¿Por qué las respuestas? Es más, después de la conversación, hubo un adiós sin promesas de futuro, el cual se borró en el mismo momento en el que entré esa noche al restaurante. De alguna manera llegaba eufórico, con mis consabidas amigas y compañeros de siempre, las de eternidad. Me envolvía en la música cubana que tocaba el pequeño grupo en vivo. “El cariño que te tengo, Yo no lo puedo negar, Se me sale la babita, Yo no lo puedo evitar” cantaba el viejo setentero con su acento cubano emulando a Eliades Ochoa. Pero ella estaba allí, en la mesa del fondo, sonriente. Estaba con todo un combo de conocidos que hacía muy difícil escapar de su cercanía. A estas alturas no estoy seguro que quisiera escapar de ella, por el contrario, me fui acercando con mucha seguridad y tomé un asiento en frente suyo. No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero a veces los recuerdos vienen con pequeños saltos y en algún momento ella estaba sentada a mi lado y teníamos una conversación fluida y entretenida. A todas estas, la mujer de la otra noche de baile estaba a mi asedio. Que vaina, pensaba, no sé por qué diablos le respondí ese beso y ahora está tomando el asunto como si la cosa siguiera. Creo que mi acompañante momentánea adivinaba mi situación e intentaba protegerme. Hablamos de esos besos, pues igual ella había hecho lo mismo con su pretendiente o mejor su pretendido. Un beso no se le niega a nadie, me decía con coquetería. Entonces cómplice, como intentando ahuyentarla, se acercaba a mí, me tomaba a veces de la mano, me abrazaba, pero igual todo a manera de juego. Al terminar la cena su grupo partía, ella estaba igualmente con su acompañante momentáneo, si, el de la noche anterior, y se adivinaba rumba y romance. Despedida, abrazo, beso en la mejilla, apretón de manos, sonrisa. Pienso que pudo ser otro momento para el final, otro de los tantos finales. Salieron por la puerta, un gesto de adiós de último momento antes de desaparecer, con su sonrisa, con el movimiento de su pelo, con su mano, con su mirada. Pero no, de nuevo todo comenzaba. A estas alturas y después de una porción de yuca guisada, de ropa vieja y de varios mojitos, ya estaba junto al cantante gritando a coro una de las canciones de Aragón: “Oye muchacho… Te voy a decir algo que quizá no te va a gustar… Tú sigues, Oyendo consejos, De aquel que lleva su alma llena de fango y de mezquindad. Oye muchacho, Oye muchacho, Le das valor a quien no lo tiene… Haciéndole el juego que le conviene… Cuando despiertes será muy tarde... Y aquel se fue con su buena parte. Oye muchacho… Aprende a darle la mano a quien es tu amigo… Y al otro deja que siga por su camino”. Al levantar mi rostro la vi nuevamente, estaba junto a la columna que enmarcaba una improvisada pista de baile. Caminé hacia ella, como atraído por un imán. Me tomó de la mano y seguidamente me habló casi gritando para poder imponer su voz sobre el sonido de la música. Por el contrario, lo sentí como un susurro. Creo que me gusta más la música cubana, por eso decidí quedarme. No estoy seguro si leía mal las pistas, pero sentía que me había escogido, que había decidido quedarse conmigo, que se había regresado estando a punto de tomar un taxi y había entrado con un paso rápido, que se había abierto paso entre varias personas, que había esperado a que terminara de bailar una canción y que comenzara a cantar a gritos, para luego interpelarme con su mirada y decirme suavemente, en medio del sonido estridente de la música y de las voces, que había decido estar conmigo, a mi lado. Así como pasaba el tiempo, pasaban los mojitos, cada vez mi percepción del momento estaba más alterada. No recuerdo exactamente de qué hablamos, de qué nos reíamos, por qué nos tomábamos a cada rato de la mano. Volví a la realidad cuando escuché de mi combo la pregunta. Y ¿ahora qué, para dónde vamos? Nuevamente aquí pudo terminar todo. Pudo darse una simple despedida con un buenas noches, excelente cena, rico verte nuevamente. Pero no, tenía que aparecer una frase, una acción, un pequeño cambio que alterara siempre la posibilidad de una despedida. Voy para donde esta mujer vaya, dije con un tono de suficiencia, presentando inmediatamente la mejor de mis sonrisas y mirando a mis amigos, quienes a su vez me miraban con desconcierto. La verdad es que nunca tomaba en serio ese tipo de encuentros. A pesar de mi coquetería, ésta nunca pasaba de un juego y un feeling, que poco a poco se iba desvaneciendo. Pero, esta vez, todo parecía indicar que el asunto se tornaba más serio en cada momento. Una hora más tarde estábamos en otro bar, bebíamos a un ritmo más lento, hablábamos y hablábamos y reíamos y nos tomábamos de la mano. A medida que pasaban las horas el grupo se disminuía y de repente ya rondaban las cinco de la mañana. ¿Qué quieres hacer? Le pregunté. Estar contigo, fue su inmediata respuesta. Otro intento fallido de final y la historia continuaba. ¿Desayunamos? Dije. Si que rico, tengo mucha hambre, respondió inmediatamente. En el restaurante, a las 6 de la mañana, mientras esperábamos el desayuno, se dio nuestro primer beso. Fue corto, tímido, tal vez insípido. Si, pienso ahora, tal vez no había por qué besarnos. Por qué carajos impulsar las acciones hacia un fin. Porque no esperar el caldo, tomarlo y luego simplemente despedirnos. No, intentábamos forzar una atracción, inventárnosla. Tal vez reconocerla. Luego caminábamos de la mano por la calle, nos dábamos picos en el bus que tomamos para ir hacia el su hotel, tal vez todo esto nos parecía sumamente romántico. Subimos a su cuarto y mientras ella recogía su maleta yo entraba al baño. Bajamos, tomamos un taxi rumbo al aeropuerto, más besos cortos, tímidos e insípidos mientras recorríamos el trayecto, esta vez, todo el tiempo tomados de la mano. Sentados en la mesa del antiguo restaurante, comenzamos a sentir nuestras ausencias. Ya me haces falta, me dijo. También tú, es extraño. Ha sido tan sólo una noche. Si, una larga noche. ¿Nos enamoramos? No sé, no creo, simplemente la pasamos bien. Pero siento que me haces mucha falta, casi tengo ganas de llorar. Me pasa igual. Nos besamos entonces, esta vez, ya no fue de la misma manera, nos besamos luego las manos, nos miramos largamente el uno al otro y finalmente caminamos hacia la puerta de embarque del muelle internacional. Esta vez sí que iba a haber una despedida, tal vez para siempre. No habíamos hablado de futuro. Era sólo presente. Era sólo presente. Era sólo presente. Ella cruzó la puerta y comenzó a caminar en dirección de su sala de espera, mientras yo salía hacia la calle a tomar de nuevo un taxi. Podía sentir la fuerza de atracción de su cuerpo sobre el mío, era un esfuerzo caminar alejándome de ella, era como dejar que su carne se fuese desprendiendo de la mía. Podía sentir cada paso de sus tacones alejándose y el eco de mis pasos al caminar. Los sonidos se hacían cada vez más lejanos y difusos, pero no por ello menos intensos. De repente, tal vez producto de esas noches de insomniosas de películas de TNT, tomé mi teléfono y marqué su número. Timbró una vez, dos veces, tres veces y luego pude oír su voz. Hola… ¿Cómo estás? Respondió con un dejo juguetón al finalizar. Bien, le dije, ¿sabes que es muy difícil alejarse de ti? Uff si, siento como si te amara, me dijo. ¿Has visto Same Time Next Year? le pregunté. Nooo…, me respondió de inmediato como ansiosa por mi continuación ¿Por qué? Es una bella e interesante historia, le dije, acto seguido. Se trata de una pareja que se conoce al azar en una ciudad, lejos de las suyas. Se miran, se encuentran, se enamoran, y luego deciden, a manera de ritual, verse una vez, cada año, en ese mismo lugar. Tan sólo compartirían esa semana, las cincuenta y una restantes, simplemente serían unos desconocidos, inexistentes. ¿De verdad? Mmm… bien interesante, me contestó con una voz de sonrisa… Después de un silencio, comencé entonces a describirle la película, poco a poco, con todo el detalle, cada escena, cada diálogo, cada situación, mientras nos alejábamos. Quería hacer eterno ese relato, el cual, tan solo pudiera ser interrumpido, bien fuese con mi llegada a algún sitio imposible, con las palabras de la azafata invitándola a apagar los equipos para el despegue o, sencillamente, una vez, con el correr de los minutos, las baterías de los teléfonos celulares se hubiesen agotado.
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