jueves, 31 de marzo de 2011

La profe, los colores y la montaña – Ficciones de Raúl (13)

Me tienen arrecho con tanta juepuerca preguntadera
que qué color tiene mi bandera
que si yo soy godo o soy liberal.
Me tienen verraco con tanta juepuerca averiguadera
que si soy ELNo, EPLo o siquiera
apoyo a las AUC o si soy de las FARC.
Me tienen mamao con tanta juepuerca interrogadera
que si yo a la tropa le abro la cerca
y si le doy el agua de mi manantial.
Yo soy hombre del campo o mejor dicho soy campesino
así que les ruego, suplico y pido
ya no más preguntas, no me jodan más.
Yo soy campesino trabajador, pobre y muy honrao
Vivía muy alegre pero me tienen embejucao
Campesino Embejucao de Oscar Gómez
Ejemplo del mito del campesino ingenuo y simple víctima




Se llamaba Rosario y aunque a veces tenía una regla en la mano nunca nos pegó. No usaba jeans ni llegaba con un morral en su espalda, pero debajo de sus vestidos largos y anchos dejaba adivinar que existía un cuerpo. Recuerdo que era flaca y un poco desgarbada a sus treinta y tantos años, la mayoría de ellos al frente de un tablero con una tiza en la mano. Tal vez en ese tiempo pensaba que las profesoras deberían ser solteras pues sólo así podían enamorar a los niños.


Me parecía por eso natural su soltería, intrínseca a su oficio. Recuerdo mucho los juegos pesados de mi madre y sus largas risotadas al insistirme en su fealdad, mientras yo, lloriqueando, corría detrás de ella intentando convencerla, con mis pequeños puños y manotadas, de que la profe era la mujer más hermosa del planeta. Mientras me decía “es fea” “es fea”, ella iba corriendo de espaldas por el zaguán, protegiéndose con sus manos de mis intentos, partiendo de la cocina y finalmente llegando al planchón de cemento del secado de café, que quedaba en todo el frente de la casa y dejaba a la vista ese horizonte verde y azul, muchas veces lleno de nubes y de lluvia.


Ahora volvía a mí esa sensación. Sentado frente a la pantalla. La primera escena me evocaba el recorrido que hacía desde mi casa, a toda carrera por un pequeño camino, rodeado de matas de escoba, hacia la casa de don Arnulfo. Parece que hubiese sido exactamente esa locación. Al llegar, de manera intermitente, podía encontrar bien fuera un caballo atado a un palo de una cerca, o un novillo. Los niños se parecían a mí y a mis amigos en la finca, tal vez, en relación con el juego de fútbol, podría acercarme más a Poca Luz, pero por mi posición en el grupo, a lo mejor mi carácter era mucho más parecido al de Manuel. Curiosa coincidencia, que en esa época de mi vida todo el mundo me decía Manuel, pues ese era mi nombre de pila, antes de decidir llamarme Raúl, mi segundo nombre


Al abrir el plano y mostrar el pequeño valle, evoqué de inmediato el paisaje de montañas verdes que se abría hacia el horizonte. No tuve un padre tan rudo como el suyo, el mío era más complejo, por algunos lados menos bueno, pero por otros más sensible, pero si una madre que como la suya muchas veces llevaba un dolor por dentro, aunque la mía finalmente fue tal vez más decidida que la suya. Tuve también hermanos menores que me despertaron sensaciones parecidas a la del suyo, y tengo también ese recuerdo de haber visto personas con armas bajo la ruana que rondaban por los alrededores de la finca. Es más, en alguno de mis sueños de niñez, tuve esa sensación desesperada y de completa vulnerabilidad de sentir a un helicóptero sobrevolando y revoloteando sobre el techo de la casa y bombardeando los alrededores. Sin embargo, aunque todas estas evocaciones de lo que fue mi infancia en un contexto rural fueron provocadas por escenas de la película Los Colores de la Montaña, las memorias y las vivencias no tenían muchas coincidencias.


A esos personajes no siempre los odiábamos, creo que en principio no aparecían como seres misteriosamente malos de por sí, sino más bien como salvadores. Como quienes cuidaban las fincas en nuestras ausencias y como quienes no dejaban que se robaran nuestra vaca o nuestro caballo. Es más, a veces eran muy cercanos, inclusive en algunos momentos nos dejaban tocar sus armas o inclusive jugar con ellas descargadas, lo cual por supuesto era fascinante. Después vinieron los muertos y los desaparecidos, cada uno con su justificación. Como cuando mataron al papá de Durleidis, ese señor al que un día en un acto no sé si suicida, de estupidez o de valentía, le grité “suegro” y me correteó con un machete en la mano preguntándome a gritos que cómo un cojo como yo –que equivalía más o menos a un casi invidente como Poca Luz- que no estaba completamente apto para trabajar en el campo, y que más bien se la pasaba estudiando o leyendo, podría mantener a su hija. No lo mataron por sapo, ni por tener hijos que habían dicho que se iban para la Costa y que en lugar de eso se habían subido mucho más para el monte. Decían que lo mataron porque era cuatrero y se robaba las vacas de don Ignacio.


Yo me fui de la finca antes de que llegara el segundo ejército, ese que, aunque tenía uniformes similares, no era el supuesto formalmente en nuestras mentes, ni en el seguro servicio militar obligatorio para todo campesino, sino el “real”, el que llegaba a “pacificar”. De eso sólo tengo algunos relatos vagos, como todos esos relatos sin memoria que construimos todos los días sobre la guerra, de quienes en ese entonces fueron niños y niñas y estudiaban conmigo en la escuela de la vereda. Si en esa vereda enclavada en la mitad de una montaña o del valle de una pequeña quebrada, en medio de las cordilleras andinas. Al igual que los hombres de armas debajo de la ruana no llegaron solos, ni tampoco obligaban a todo el mundo. Al igual que ellos, éstos llegaron también con muchas complicidades. Sí, porque los hombres de las armas debajo de la ruana hablaban de la lucha por la tierra, hablaban de justicia, hablaban de cosas comunes a lo que antes se decía en las reuniones de la Junta de Acción Comunal o la de la Asociación de Usuarios Campesinos, aunque nunca llegaron a ser ellos mismos.


Este nuevo ejército llegó con la complicidad de don Ignacio, el dueño de la mitad de la vereda, el dueño de esas verdes montañas que adornaban el paisaje, que quedaban al frente y a los lados de la casa y que a veces eran tan hermosas que parecía que no tuvieran dueño. Era el papá de Hernán, el único que tenía un balón de cuero, que a su vez inflaba con la bomba de su bicicleta, una Monark Cross, pues tan sólo había dos bicicletas en toda la vereda. Le envidié la suya pero por fortuna me di los primeros totazos, que me causaron llagas en las piernas, en la Monareta de Durleidis. Hernán siempre llevaba ponqué Ramo con cajitas de La Lechera de merienda a la escuela y un día lo odié profundamente cuando sentado a mi lado en el pupitre que a veces compartíamos, en la clase de dibujo, yo rompía la hoja de papel intentando sacar brillo en mi pintura, con mis colores Recreo, de cajita de cartón de seis unidades, con doble punta, mientras él, desplegaba con holgura los diferentes tonos que le daban sus Prismacolor, ordenados de manera sistemática en su empaque original de treinta y seis unidades, que se abría en tres cuerpos y que odiosamente invadía también la parte que me correspondía de mi pupitre. No sólo era dueño de las montañas, sino que también tenía las condiciones para dibujarlas y colorearlas de mejor manera.


También eran amigos de otros señores de los alrededores de la finca a quienes sólo veíamos en sus camionetas y se detenían a los lados de la carretera y hablaban con las personas sin bajar completamente los vidrios de las puertas de las mismas y que en principio nos parecieron buenas personas porque tenían mucha plata y ayudaban a la gente. Sí, me acuerdo que compraban las bolsas de colombinas en la tienda de don Marcos, luego nos las tiraban por el piso para que jugáramos a competir por ellas entre nosotros, pero cuando ya nos habíamos dado suficientes trompadas y codazos, y estábamos a punto de matarnos entre nosotros mismos, nos decían que las repartiéramos por igual entre todo el grupo, inclusive que las compartiéramos con los que acaban de llegar de caminar jugando trompo por la carretera, de tal forma que a nadie le fuera a tocar más que a nadie. No solamente eran buenas personas, sino que además nos parecían justos. Si, eran buenas personas, cuando llegaron y vieron la tienda de don Marcos, con las paredes de bareque derruidas, y casi destechada, le regalaron no solamente láminas de Zinc, sino bolsas de cemento para que la arreglara. Querían tanto a don Marcos y a su tienda que decían que sentían que esa tienda era como si fuera de ellos.


Después vinieron otros muertos, que también tenían justificación, bien fuese porque apoyaban a los hombres de ruana, porque eran personas raras, es decir, mechudos, vagos, drogadictos, o bien porque tenían sus fincas al lado de la de don Ignacio y a él le daba miedo que allí vivieran los bandidos y por eso había que hacerlos ir. 


Un jueves me mandaron para el pueblo a seguir estudiando el bachillerato y después me fui a la capital a estudiar ingeniería química y después de eso poco iba a la finca. Por eso vi crecer a mis amigos de niñez en la distancia, tal vez me protegió la limitación de mi pierna pues luego vi como unos iban a “pagar” servicio militar y se quedaban allí como soldados profesionales, inclusive uno como francotirador, de cuyos logros se enorgullecía, otros que poco a poco se enrolaron con los hombres de armas bajo la ruana y otros más con el otro ejército. Inclusive, me acuerdo de los hermanos Cortés. Uno en el bando de los de ruana, el otro en el de los de la camioneta negra y un primo militar.


Si, tal vez en algunos momentos tuve un fuerte odio por los hombres de armas bajo la ruana. Cuando Hernán nos contaba que a veces ellos visitaban a su papá y a él lo hacían esconderse en el cuarto, cuando veía a Durleidi llorar por el papá, pero sobretodo por esos días en que al finalizar la clase mi profesora se quedaba conversando de manera coqueta con uno de ellos. Era más viejo, mucho mayor que ella. Era la forma como lo miraba, como se reía y como movía sus manos, con un dejo de nerviosismo, de entrega, de vulnerabilidad, mientras él la miraba con suficiencia. Tan distinta a la manera tan segura y sobrada con que me sonreía y de manera juguetona frotaba con sus manos mis cachetes en un acto casi que involuntario, mecánico, tal vez muchas veces pensado y después asimilado como estrategia pedagógica. Pensaba en la idea de armar un ejército con mis amigos, tal vez como el de los niños que perseguían a Osama Bin Laden, en el segmento de Egipto de la serie de cortos de distintos países sobre el once de septiembre, tal vez con armas de juguete construidas con palitos o ramitas secas, o en un caso extremo, con las escopetas de fisto que tenían nuestros padres, guardadas y en desuso, diría yo, de tal forma que los pudiera ahuyentar, no sé si de la vereda, pero al menos de al lado de mi profesora.


Pero no fue necesario. Hablar con los hombres de armas bajo la ruana también era un pecado, peor era si se estaba mucho tiempo cerca de su entorno, tal vez podría fatal si se llegara amar a uno. No la volví a ver, tal vez se jubiló prematuramente por trabajar en “zona de orden público”, tal vez se fue con el hombre de la ruana, a lo mejor se fue buscando la ciudad o a lo mejor nunca se fue. No la lloré, ni pregunté por ella, tal vez la distancia que me dio ir a “la ciudad” hizo más fácil la ruptura. Nunca he pensado en preguntar por ella, pero a veces al recordarla sentía un profundo odio también por los hombres de la camioneta negra. Lo cierto es que a veces, cuando ha habido un amor tan grande, so pena de sentir un profundo dolor, es mejor no preguntar.


Si alguien puede finalizar una película con un vallenato chillón que habla de los caminos de la vida, por qué no cerrar una historia con el recuerdode una de las canciones que interpretaron Alicia Juarez y José Alfredo Jiménez, la cual a veces le escuchaba cantar a la profe en los ratos del recreo y que trae la añoranza de todos esos bellos recuerdos rurales, correr por caminos de escoba, jugar trompo por la carretera de regreso de la escuela, jugar con las armas de los hombres de ruana, montar en la monareta de Durleidi, pelearse a codazos por las colombinas que nos tiraban al piso los amigos de don Ignacio, pero sobretodo, ver a mi profesora ayudándome a empacar los cuadernos en el morral, sabiendo que antes de irme a casa me frotaría los cachetes con una sonrisa mecánica y con un gesto de suficiencia me daría un beso en uno de ellos. Al irme al pueblo, tomé distancia de la finca, luego al irme a la ciudad he tomado mucho más distancia de mi pueblo. Si, definitivamente “las distancias apartan las ciudades… las ciudades destruyen las costumbres”.

http://www.youtube.com/watch?v=F2kkSVzWUgU

jueves, 3 de marzo de 2011

Un hombre que no soy yo - Ficciones de Raúl (12)

a la suspicacia, profe,
¿ha escrito unas glosas en prosa
a propósito de la conversación sostenida aquel día en el balcón
cuando decíamos que si es cierto que duele que te dejen de amar
cómo expresar entonces el dolor que se siente por dejar de amar?
Akakabuto Oso Asesino






Ese jueves en la tarde decidí no sufrir más. Tiempo atrás me reía con ella de la historia de un conocido, quien ese martes le había dicho “el domingo pasado decidí superar mi depresión y la superé, ahora soy distinto, estoy curado". Nos parecía iluso pensar que una depresión de la magnitud que parecía la suya, se pudiese superar en un momento. A partir tan sólo de una decisión unidireccional. Nos parecía patética la frase. Era como ver a un niño que acaba de cometer una pilatuna intentado aparecer como inocente. Sin embargo, en este momento lo comprendía perfectamente. Había sido un sufrimiento largo y entrecortado. Aunque el tiempo de mi pena había sido relativamente corto, es necesario entender que el tiempo se hace largo cuando se sufre. En principio pensé que nada podría ser peor. Esa sensación de dejadez y de abandono. Esa sensación de ya no ser el centro de su deseo. Esa sensación de ruptura y de falta de continuidad. Si, era como una caída al vacío. La sentía en el estómago, sentía el vértigo, sentía esa sensación de manera permanente aún con el paso de los días. De vértigo a ansiedad, de ansiedad a vértigo. Siempre al verla o al oírla, quería escuchar de nuevo su tono de voz y el color de su mirada, pero tan sólo recibía una nueva ausencia. Era como morir. Luego vino una meseta, un momento tranquilo. Era como ese estado en que ese dolor fuerte y permanente se enquista y deja de sentirse. Era como un estado de sedación. Pero no. Todo comenzaba a empeorar, aparecía entonces un nuevo dolor. Al escuchar sus palabras, al oír su voz, a recibir su mirada, al verla actuar, al contemplarla transitar por ese mundo anteriormente recorrido, era ella otra persona. Su tacto era distinto, ya no era preciso y suave, su voz no era un susurro, su mirada no era luz y sus movimientos no eran brisa. Ahora era ajena, distinta. Ahora su voz hería mis oídos y su olor irritaba mi olfato. Su presencia me exaltaba. Aparecía otro dolor, más profundo, más agudo, tal vez más imperceptible. Más que el dolor de dejar de ser amado, era el dolor de la sensación de dejar de amar. Esta vez era la sensación de su carne desprendiéndose de la mía. Sentía como todas las palabras que me había dicho y que había sentido de manera tan dulce, se escurrían desde mi cerebro por mis oídos y rodaban por mis mejillas mientras caían. También cómo el calor infinito que en mi cuerpo habían dejado sus abrazos se desvanecía y se alejaba al sentir que desde mis adentros ya no lo quería. Se iban sus miradas, sus risas y sus amores. Se iba el olor de su sexo de mi olfato interno y la sensación de sus caricias. Se derrumbaba poco a poco el mundo que había construido para ella en mi interior y en el que hasta ese entonces ella había vivido. Era esa sensación del no retorno. Si, ese habitáculo que había abierto en mi corazón a su pedido se cerraba. Era como destruir una arquitectura cuidadosa y especial. Era como sacar los muebles e ir descolgando los cuadros uno a uno. Era como limpiar del suelo sus pisadas, de las paredes sus miradas y del aire su respiración. Si, era ese dolor inmenso de sentir que si volvía, no iba a encontrarse en mí. Que los caminos se habían diluido. Que sus huellas sobre mi piel habían desaparecido. Que no hallaría la forma de encontrarse en mí ser. Ese dolor era mortal. Era la pérdida irreversible, irrepetible e irredimible. Si, ese jueves en la tarde tal vez fue la última vez que la extrañé. No, no es cierto. Esa fue la última vez que un hombre que yo estaba dejando de ser, perdón, que del aguna manera hacía un rato había dejado de ser, extrañaba de manera ilusa, a una mujer que ella ya no era.